Los Juegos Pandémicos

Adiós, Olimpiadas. Hola, Juegos Pandémicos: Imagino la frustración de los atletas ante postergación de las Olimpiadas de Tokio debido al CoVid19. Sin embargo, deberíamos aprovechar esta hambre competitiva para crear unos nuevos juegos, los “Juegos Pandémicos”. Lamentablemente, a pesar de mi intención de rendir homenaje a los originales, no pude limitarme a los griegos, así que los pocos historiadores puristas que me lean, discúlpenme.

Categorías Iniciales:

  • Premio “No-Nostradamus”: otorgado a quién siempre sabe con anterioridad lo que va a pasar, pero lo anuncia al día siguiente. Digamos que ve el futuro, pero espera al presente para anunciarlo.
  • Premio “Neo-Gregoriano”: reservado para quienes han hecho de su apego a calendarios y agendas creados –por ellos- para estos tiempos, casi una religión. Por supuesto que para ser candidato a este premio hay que mostrar irrefutable evidencia audiovisual no sólo del instrumento, sino de la felicidad de su estricto cumplimiento.
  • Premio “Magistrum”: Dedica todo su tiempo a asegurarse de que su descendencia tenga una plaza asegurada en Cal, Harvard, Stanford, La Sorbonne, o la Complutense. Para ello convierte cada ocasión en una oportunidad educativa. Ejemplo de lección: “si comes 100 gramos de trigo (incluye peso en sistema métrico decimal, conversión a lbs,  familia botánica y lugares geográficos de cultivo. Bono por primera civilización que dejó de ser nómada por aprender a cultivarlo); ¿cuánto debería pesar eso que dejaste ahí ahora que ya no usas pañales?.
  • Premio “Perfecto Prefecto”: merece un premio por su devoción a la investigación y divulgación, de todo lo que estamos haciendo mal. La humanidad está condenada al fracaso, y él está ahí para explicarnos porqué.
  • Premio “La Tierra es Plana”: ¿qué pueden saber los científicos que él no pueda refutar con una búsqueda de Google? Desdeña años de investigación al leer un artículo, publicado en una revista de farándula o pseudo ciencia, que dice exactamente lo contrario. Se manifiesta especialmente en Whatsapp, pero Facebook también tiene sus candidatos.
  • Premio “Bufón, y no Gianlucca”: para los que al verse encerrados entre cuatro paredes, encontrar parques cerrados y agotadas hasta las novelas mexicanas de Netflix, recurren a reírse de su situación. 
  • Premio “El Señor del Señor de las Moscas”: otorgado a los padres que demuestren más paciencia –o auto control- ante la inminente salvajización de los niños confinados en sus casas. En este caso, no se exigirá prueba audiovisual. Sólo Fé de Vida (de los padres).

Con mucho humor,

Carmen.-

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Distanciamiento-en Red- Social

Me doy buenos consejos a mí misma, pero rara vez los sigo..” – Alicia en el País de las Maravillas

Desde que empecé a utilizar las redes sociales, siempre sospeché que algún día podría arrepentirme de hacerlo. Soy bastante sociable, por lo que este multiplicador de relaciones, y asistente de mantenimiento de las amistades existentes, resultaba perfecto para mí.

Pero que ese arrepentimiento potencial jamás me llevó a dejar de utilizarlas. Era más bien un “me lo dije”, bastante inútil.

Al principio, las usaba para reconectar con gente con la que por razones geográficas o circunstanciales, había perdido contacto. La alegría del reencuentro era comparable a verlos cara a cara. Después, involucioné a utilizarlas por motivos menos nobles, como regocijarmne al ver cómo el tiempo se vengó de ese ex novio que rompió mi corazón a los 12 años. 

Así que durante estos ¿12? ¿13? años de dependencia de estos “peep holes” bidireccionales, presencié, espié y hasta a veces disfruté de enlaces inesperados, rupturas profetizadas, auges y caídas que hubieran pasado desapercibidos de no ser por el efecto repetidor de millones de ociosos frente a una pantalla. Además de evidencias del efecto de los años en la gente… y el de los filtros. 

La peor parte de esta convivencia diaria con las redes sociales ha sido ver cómo se han transformado en una especie de espejo de “Alicia en el País de las Maravillas” bizarro, donde al entrar, persiguiendo a un rabipelado, el sentido común se convierte en sabiduría bíblica, y cualquier pendejo es elevado a profeta. Es terrible cómo la gente sustituyó “investigar” por “googlear”, porque nunca estuvo interesado en conocer más de un tema, sino en saber cuántos lo apoyaban. Esto, lentamente, ha eliminado nuestra capacidad de poner en duda nuestras propias creencias, y en un mundo donde todos pensamos igual, nunca cambiará nada.

Ojalá algún día nos demos cuenta de qué facil se lo ponemos a quienes dependen de campañas de desinformación. Pero, siendo realistas, esto nunca les va a salir en sus búsquedas de Google.

Estoy segura de que esta encerrona del CoVid19 nos ha puesto a todos un poco más filosóficos. Y fastidiosos. Así que entre mis divagaciones, entre “Tiger King”, “The Water Dancer”, y “Terra Plana”, me puse a pensar cuál es el rol que me gustaría darle a las redes sociales en estos momentos: 

1- Actuar como si Facebook hubiera sido lanzado ayer: alégrate de poder reconectar, o mantener la conexión, con tus amigos, porque resulta que ahora todos están lejos. 

2.- No perder el tiempo con pendejos con los que no gastarías un minuto si los vieras en un bar. Si te sientes tentado, escríbeme y te recomiendo unas cuantas series y libros.

3.- Descubrir gente interesante y seguir sus recomendaciones: así conocerás nuevos escritores, música, y escucharás opiniones distintas. Al final de este post añadiré el enlace de la página de YouTube de uno de ellos que disfruto especialmente*

4.- Evitar la política. Sólo verás lo que ya sabes o lo que publican tus amigos. Repito: la pluralidad es necesaria para toda sociedad.

5.- Tratar de no tomar lo que publican los “campeones del home schooling” y el “distance learning” como una invitación a competir o una afrenta personal. Nadie publica nada pensando en mí. No soy tan importante. 

En conclusión, ante esta falta temporal de contacto físico, trataré de sacarle el máximo provecho a lo que está disponible. Que ese “distanciamiento social” sirva para mi salud física, sin que su sustituto virtual acabe con lo poco que queda de mi salud mental.

* “Lecturas de la Cuarentena” https://www.youtube.com/channel/UChfHK1qg0ZsgCh3nMXHrV2A/featured

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The day I bet on Kenny Rogers.

Up until very recently, the word “bet” would always take me to the song “The Gambler” by Kenny Rogers, which I first heard when I was eight years old.
As you can imagine, Mr. Rogers was not a staple name in Venezuela, and he would have remained unknown to me if it had not been for a lady whose name, I think, was Tania.
Back then, we used to meet every Sunday at my uncles’ house. I come from a big family, with enough cousins to turn any lunch into a tropical version of “The Lord of the Flies.” It was fun, to say the least.
One of those weekends, my uncle decided to include their new neighbors, some “older” couple that looked like just out of… “The Love Boat”?
During the 70s, even the most moderate fashion trends were excessive, so up until now, I couldn’t remember what this lady could be wearing that caught my usually absent-minded attention. Forty years after, I dug through the memories of my 5′ feet 8 years old mini-me and found it: 7′ tall, wearing a fuchsia and orange paisley polyester tunic, and white bell-bottoms. And silver platform sandals, with flames of course.
At the end of that day, the children’s energy was conquered by the unlimited supply of soda, and the tolerance of the adults had received enough help from Mr. Old Parr. We all sat together, and Tania decided to spice up the night by playing a new record she’d just gotten. A vinyl of a gringo bearded man, Kenny Rogers was his name, she announced.
As the music started playing, Tania (and Mr. Parr, I’m sure) grabbed something that could double as a microphone and decided that Kenny would not sing “The Gambler” by himself. My English proficiency came mostly from “Villa Alegre”*, so I really appreciated her live Spanish dubbing, and, overall, fell in love with the song.
From that day on, I became one of the 20 –maybe 21- Venezuelan fans of Kenny Rogers. Many years later I can still sing “The Gambler” by heart, but nobody wants to hear that; I can criticize the misogyny of “Ruby, don’t take your love to town,” and have a better understanding of the country of “The Coward of the County.” And while they are not skills that would help me find a job on LinkedIn, I am proud of that.
Thanks to that afternoon with Tania and Kenny, I discovered a musical genre that I still really enjoy. If you don’t believe me, ask Spotify why it insists on Lyle Lovett, Lucinda Williams, Rhett Miller, and my dear Kacey Musgraves.


So today, when I heard the news about the death of Kenny Rogers, I just wished he got what he wanted: “and the best that you can hope for is to die in your sleep.”

* https://en.wikipedia.org/wiki/Villa_Alegre_(TV_series)

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El día que le aposté a Kenny Rogers.

Hasta hace muy poco tiempo, mi único contacto con las apuestas era a través de la canción: “The Gambler”, de Kenny Rogers, que oí por primera vez cuando tenía 8 años.

Como podrán imaginarse, Mr. Rogers era bastante desconocido en Venezuela, y hubiera seguido siéndolo para mí si no hubiera sido por una señora cuyo nombre, creo, era Tania.

En esa época nos reuníamos todos los domingos en casa de mis tíos. Mi familia es numerosa, con primos de mi edad, lo que convertía cualquier almuerzo familiar en “El Señor de las Moscas” que nadie quería perderse.

Uno de esos fines de semana, mis tíos decidieron invitar también a sus vecinos. Según lo que mi versión de 8 años entendió, habían vivido “en el extranjero” y trabajaban en “la industria del entretenimiento”, así que imagino que eran semi celebridades, o lo parecían. La moda de los años 70 era considerablemente extravagante (pausa para que busquen fotos de sus padres en 1978), así que no sé qué hizo que esa señora, Tania, me llamara tanto la atención. En mi memoria, mide 1’90, viste una túnica de poliéster, fucsia y naranja, con pantalones acampanados blancos y seguramente sandalias de plataforma plateadas. Y que nadie me diga que no es así.

Al final de esa tarde de domingo, cuando la energía infantil estaba domada por el exceso de Frescolita, y la tolerancia de los adultos había recibido bastante ayuda del Sr. Parr, nos sentamos todos juntos y Tania, decidió poner música: un LP de un señor con barba, gringo, un tal Kenny Rogers.

Al comenzar a sonar el picó, Tania (y el Sr. Parr, estoy segura), agarraron algo que pudiera hacer las veces de micrófono y decidieron que Kenny no cantaría “The Gambler” sin un coro en vivo.

Mi dominio del inglés se lo debía mayormente a “Villa Alegre”, así que agradecí su traducción simultánea y amé la melodía de la canción.

Desde ese día me convertí en uno de los 20 venezolanos fanáticos de Kenny Rogers. Cuarenta años después todavía puedo cantar de memoria “The Gambler”, pero nadie quiere oír eso; criticar la misoginia de “Ruby, don’t take your love to town”, y hasta entender un poco mejor el país de “The Coward of the County”. Y, aunque no son habilidades que puedan ayudarme a encontrar un trabajo en LinkedIn, me siento orgullosa de eso.

Gracias a esa tarde con Tania y Kenny descubrí un género musical que aún disfruto enormemente. Si no me creen, pregúntenle a Spotify porqué me sugiere a Lyle Lovett, Lucinda Williams, a Rhett Miller, y a mi amada Kacey Musgraves.

Así que hoy, cuando me enteré de la muerte de Kenny Rogers, sólo deseé que lo que dice en “The Gambler” se hubiera hecho realidad: “and the best that you can hope for is to die in your sleep”.

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“Corona Virus Diaries (or whatever it’s called when you read this) II

“Day 2. Friday, March 13, 2020.

I’ve been living in Berkeley for almost 12 years, and one of my first impressions of this city is that nothing ever happens. It is not that it’s a boring place, or that it doesn’t have a vibrant social or artistic life (we’re 20 minutes from SF), but when you grow up in Caracas, where the normality index is defined by the percentage of uncertainty, the ability to be surprised decreases considerably. In Venezuela, the way of calculating the “Population Density” could be rethought. In essence, it would be the result of calculating the number of inhabitants in an area who are victims of an unthinkable event in relation to a given surface unit. And this area could be just 5 miles. Trust me. It would be high. And perhaps we would start calling it “Depopulation Density.” Hence my poor bewilderment ability and my annoying way of dismissing any event that bothers my dear American friends as ” A First World Problem.” Please forgive me.

Friday starts easy. Having to wake up only just of the boys makes the morning particularly shiny, especially when the one who’s sleeping in is the teenager. The one who goes to Middle School is excited: he thinks that the Spring Break is coming early. And he still has his hand sanitizer! I drop him off at a school where it doesn’t seem like they are preparing for three weeks without classes: good for them. Children do not need to feel that panic. 

I decide not to go to my yoga class and innocently drive to Costco to make sure I get my weekly fix of Coke Zero and Red Bull (don’t judge me). Up until then, I hadn’t realized I was suffering from Venezuelan PTSD; then l I saw the cars trying to get into the Costco exit and panicked. I am only able to calm down after confirming that the gas supply is entirely healthy. At pick up time, the boys say goodbye to each other like any given Friday. I come home and my teenage son already has cabin fever. Luckily, children are not aware of their own mortality. Not even their vulnerability. So not being able to go out and play with his friends sounds like I’m punishing him. And he doesn’t understand what he did to deserve that. 

I’m grasping to the last straws of normality: families make plans to go skiing over the weekend because it’s finally going to snow on this side of California. I check the condition of the roads, and if there are chain controls.  It’s my way to stay in touch with real life.

Oh, and I’m already missing the fact that nothing happens in Berkeley.

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“Diarios del Corona Virus (o cómo se llame cuando leas esto)” II

“Diarios del Corona Virus (o cómo se llame cuando leas esto)”

Día 2. 

Viernes, 13 de marzo de 2020.

Tengo casi 12 años viviendo en Berkeley y una de mis primeras impresiones sobre esta ciudad es que nunca pasa nada. No es que sea aburrida, o que no tenga vida social o artística (está a 20 minutos de SF), pero cuando uno crece en Caracas, donde el índice de normalidad es definido por el porcentaje de incertidumbre, la capacidad de sorprenderse disminuye considerablemente.

En Venezuela podría sustituirse la manera de calcular la “Densidad de Población”, el resultado se obtendría al calcular el número de habitantes en un área que son víctimas de eventos impensables en relación con una unidad de superficie dada. Y esta área podría ser de 20 km2. Créanme. Sería altísima. Y quizás empezaría a llamarse “Densidad de Des-población”. De ahí mi escasa capacidad de asombro y mi manía de llamar cualquier acontecimiento que incomoda a mis queridos amigos americanos “Problemas del Primer Mundo”. Por favor, perdónenme.

El viernes empieza fácil. Tener que despertar a solo uno de los chicos hace que la mañana tenga una luz especial, sobre todo si el que se queda durmiendo es el adolescente. El que va a Middle School está emocionado: cree que le están adelantando el Spring Break. Y aún tiene su hand sanitizer. Lo dejo en una escuela donde no pareciera que se están preparando para estar tres semanas sin clases: bien por ellos. Los niños no necesitan sentir ese pánico.

Decido no ir a mi clase de yoga e inocentemente manejo hacia Costco para asegurarme mi dosis semanal de Coke Zero y Red Bull (no me juzguen). No me había dado cuenta de que sufría de PTSD hasta que vi que los carros que intentaban entrar llegaban hasta la salida de la autopista. Sólo me tranquiliza comprobar que el suministro de gasolina es completamente normal. 

A la hora de la salida, los chicos se despiden como cualquier viernes. 

Llego a mi casa y mi hijo adolescente ya tiene “cabin fever”. Los niños, afortunadamente, no tienen consciencia de su propia mortalidad. Ni siquiera de su vulnerabilidad. No poder salir a jugar con sus amigos suena como si yo lo estuviera castigando. Y él no entiende qué hizo.

Aún quedan vestigios de normalidad: las familias hacen planes para irse a esquiar el fin de semana porque, por fin, va a nevar en este lado de California. Reviso el estado de las carreteras. Controles de cadenas. Hago contacto con la vida real. 

Ya estoy extrañando el que en Berkeley no pase nada.

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Corona Virus Diaries (or “whatever it’s called when you read this”) I

Day 1.

This is for my English readers. <3 You know who you are,

Thursday, March 12, 2020.

“This was an extensive and magnificent structure, the creation of the prince’s own eccentric yet august taste. A strong and lofty wall girdled it in. This wall had gates of iron. The courtiers, having entered, brought furnaces and massy hammers and welded the bolts.

They resolved to leave means neither of ingress nor egress to the sudden impulses of despair or of frenzy from within. The abbey was amply provisioned. With such precautions, the courtiers might bid defiance to contagion. The external world could take care of itself. In the meantime, it was folly to grieve or to think. The prince had provided all the appliances of pleasure. There were buffoons, there were improvisatori, there were ballet-dancers, there were musicians, there was Beauty, there was wine. All these and security were within. Without was the “Red Death.” The Masque of the Red Death. Edgar Allan Poe.

I send the children to school. Armed with their mini “hand sanitizers”, as if guarded with a protective virus shield, a mix of Cosmopolitan psychology and the “power trip” feeling of having in their possession one of the most sought goods, all while reeking of “Axe”.  At home, I follow the news second by second. And, if I try to give them a break, they chase me. Iran, Italy, Spain, devastated. Boris Johnson dismisses the facts. Donald Trump at one point calls it “strong flu” and, ten minutes later, a pandemic, but we are used to him. I try to keep the usual routine: it’s what we need. So soccer practice is still on, but  

I have the feeling that it could be the last for a long time. 

The business as usual fighting with my kid so he’d put on his shinguards is interrupted by an email from the association that coordinates children’s and youth soccer in this part of California. They announce the suspension of all events that depend on them until MARCH 31, the uppercase is mine. I feel like they’re yelling at us.Wow.

 I try to delay the distribution of the information until the end of practice (the boys were already there, they had touched the balls and who knows if they had even greeted each other). I’m just trying to give them a few more minutes of community play. 

I walk to the supermarket, just a few feet from the court, known for its exotic fruits and vegetables, and for its luxury organic products. People are shopping as usual. They’re even smiling, and that should give me the first clue that things are not as normal as it seems. Many fill their baskets with grains, cheese, etc. No panic shopping on sight. The smartest ones are buying beer. It’s them who, I have no doubt, know what to stock up on. We can all can count on there being food: we live in “The Land of Plenty”. What will be needed is a psychological supplement to help us deal with what is coming, and that, as far as I know, is not sold in supermarkets. Not even in Berkeley. I take a deep breath and get ready to pay (I’m number 20 in a line of 100 people, so here is my lucky break of the day. Behind me is the principal of one of the district’s schools. She says” hello”, and in a tone that is not necessarily reassuring, advises me to “check my email tonight”.

From now on, that phrase will be the synonym of “we have to talk” regarding academic communications: as in a relationship, you know that things are not quite right, but you prefer to live in denial, and, what is worse, you are sure that in this case the “it’s not you, it’s me”, is totally sincere . I get back to the field, where the parents whisper to each other. Many of them work in the district and only await the ratification of what’s imminent. There is talk of a case – not yet confirmed – at the city’s High School. But there is nothing concrete. Just rumors and 20 degrees of separation. I realize that I am very surprised to find out from the freedom and openness of a soccer field that countries considered much more “disorganized” by this self-proclaimed first world, have already declared entire cities in quarantine and are on the way to mandate a curfew for an entire nation. A boy from Madrid whispers to me that his aunt, a nurse, tells him that there are no beds in the hospital. Oh, “that’s in Spain,” I think. 

Trusting that there’s an ocean between us.

I agree with my son’s coach that, as long as there is no an explicit order in place banning small groups of children playing sports, for the mental health of young people and adults, the smarter thing to do will be to keep practices, respecting the basic rules of contact -or lack of- Somehow relieved I get home and, to cancel that momentary oasis, I make the mistake of turning on the TV, wrongfully tuned in CNN (thanks to the primaries of the Democratic party) and I remember: CNN It has the ability to transform any event into “Breaking News”, and any “Breaking News” into a catastrophe. Very late. The evil was already seen. 

I check my emails: the school district decides to cancel school, effective immediately for High School and starting the following Monday for the rest of the levels. Questions, even without official answers, come and go. And the unanswered questions are answered by the imagination, and to that nobody is able to put a limit.

You start to put everything in perspective. You wonder how important that science poster that your son had to deliver urgently really was. You wonder if it was worth arguing about the time of that soccer game that maybe now, hopefully, will be played in 2022.

You wonder if you really are with the person with whom you would like to spend four weeks of your life locked up.

And this is only the first day.

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“Diarios del Corona Virus (o cómo se llame cuando leas esto)” I

Día 1.
Jueves, 12 de marzo de 2020.

“Las puertas de la muralla eran de hierro. Una vez adentro, los cortesanos trajeron fraguas y pesados martillos y soldaron los cerrojos. Habían resuelto no dejar ninguna vía de ingreso o de salida a los súbitos impulsos de la desesperación o del frenesí. La abadía estaba ampliamente aprovisionada. Con precauciones semejantes, los cortesanos podían desafiar el contagio. Que el mundo exterior se las arreglara por su cuenta; entretanto era una locura afligirse. El príncipe había reunido todo lo necesario para los placeres. Había bufones, improvisadores, bailarines y músicos; había hermosura y vino. Todo eso y la seguridad estaban del lado de adentro. Afuera estaba la Muerte Roja.” La Máscara de la Muerte Roja. Edgar Allan Poe.

Mando a los niños a la escuela. Armados de sus mini “hand sanitizers”, como si activara un escudo protector anti virus, mezcla de psicología de Vanidades con el “power trip” de tener en su poder uno de los bienes más buscados, pero hediondos a Axe.
En casa, sigo las noticias segundo a segundo. Y, si trato de darles un descanso, ellas me persiguen a mí. Irán, Italia, España, devastados. Boris Johnson los desestima. Donald Trump en un momento lo llama “una gripe fuerte” y, a los diez minutos, una pandemia, pero a él ya estamos acostumbrados.

Trato de mantener un ambiente de normalidad: nos conviene a todos. Así que la práctica de fútbol sigue en pie, con el presentimiento de que podría ser la última por un largo tiempo.
Mientras peleo con mi hijo para que se ponga las canilleras, llega un email de la asociación que coordina el fútbol infantil y juvenil en esta parte de California, donde comunica la suspensión de todos los eventos que dependen de ellos hasta el 31 DE MARZO, así, en mayúsculas (mías). Trato de retrasar la distribución de la información hasta el final de la práctica (ya los chicos estaban ahí, habían tocado los balones y quién sabe si hasta se habían saludado). Sólo Intento regalarles unos minutos más de convivencia.

Camino hasta el supermercado a pocos metros de la cancha, conocido por sus exóticas frutas y verduras, y por sus productos orgánicos. La gente hace sus compras como habitualmente. Sonríe, y eso me da la primera pista de que las cosas no están tan normales como parecen. Muchos llenan sus cestas de granos, quesos, etc. Nada que demuestre pánico ante un desabastecimiento. Los más inteligentes compran cerveza. Son ellos quienes, no tengo la menor duda, saben de lo que hay que aprovisionarse.Pueden contar con que habrá comida: vivimos en “The Land of Plenty”. Lo que hará falta es un suplemento psicológico que nos ayude a lidiar con lo que viene, y eso, hasta donde yo sé, no lo venden en los supermercados. Ni siquiera en los de Berkeley.

Respiro hondo y me dispongo a pagar (soy la número 20 en una línea de 100 personas, así que ahí va mi golpe de suerte del día. Detrás de mí, está la directora de una de las escuelas del distrito. Saluda, y, en un tono no necesariamente traquilizador, me dice “revisa tu email esta noche”.
De ahora en adelante, esa frase será el sinónimo de “tenemos que hablar” de las comunicaciones académicas: como en una relación, sabes que las cosas no están del todo bien, pero prefieres vivir en negación, y, lo que es peor, estás segura de que en este caso el “no eres tú, soy yo”, es totalmente sincero.

Llego de vuelta a la cancha, donde los padres susurran entre sí. Muchos trabajan en el distrito y sólo esperan la ratificación de lo inminente. Se habla de un caso –aún no confirmado- en el High School de la ciudad. Pero no hay nada concreto. Sólo rumores y 20 grados de separación. Caigo en cuenta de  que me llama mucho la atención enterarme desde la libertad de una cancha de fútbol que países considerados bastante mas “desorganizados” por este autoproclamado primer mundo, ya han declarado ciudades enteras en cuarentena y van en camino a decretar un toque de queda que afecte a toda una nación. Un chico madrileño me comenta que su tía, enfermera, le dice que en el hospital ya no hay camas. Oh, “eso es en España”, pienso.

Confiada en ese océano de distancia, acuerdo con el entrenador de mi hijo que, mientras no exista una orden explícita que prohiba reunirse a grupos pequeños de niños con fines deportivos, en pro de la sanidad mental de jóvenes y adultos, lo más sensato será mantener las prácticas, respetando normas básicas de contacto –o falta de- Algo aliviada llego a mi casa y, para contrarestar ese momentáneo oasis, cometo el error de prender la TV, mal sintonizada en CNN gracias a las primarias del partido demócrata y recuerdo: CNN tiene la capacidad de transformar cualquier evento en “Breaking News”, y cualquier “Breaking News” en una catástrofe. Muy tarde. Ya el mal estaba visto.

Reviso mis emails: el distrito escolar decide suspender las clases, efectivo inmediatamente para High School, y a partir del lunes siguiente para el resto de los niveles. Preguntas, aún sin respuestas oficiales, van y vienen. Y las preguntas sin respuesta las contesta la imaginación, y a ésa nadie es capaz a ponerle un límite.

Comienzas a poner todo en perspectiva. Te preguntas qué tan importante era ese afiche de ciencias que tu hijo tenía que entregar urgentemente. Te preguntas si valió la pena discutir por la hora de ese partido de fútbol que a lo mejor ahora se juega, con suerte, en el 2022.

Como le dije a un conocido, te preguntas si estás con la persona con la que quisieras pasar encerrado cuatro semanas de tu vida.

Y éste es sólo en el primer día.

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Mi ¿vida? como Soccer mom. Parte 3

DSC_0939Hasta ahora, mi “soccermomismo” fue sólo digamos que, un deporte de espectador. Si la ignorancia es bendición, la ignorancia en deportes infantiles es el estado máximo de gracia. Durante las dos primeras aventuras futbolísticas de mi hijo menor yo simplemente seguía a los demás. Llamemos a esa parte de mi involucración “iniciativa cero”.  Me limitaba a inscribir a mi hijo en el mismo club de antes y a esperar, con una mezcla de paciencia y fé ciega, que llegaran los correos electrónicos informando cuándo/dónde/con quién/etc. eran las prácticas y juegos. Ya había asumido que los fines de semana ya no se llamaban así, sino “sábados de fútbol”. Todo sea porque al niño le gusta el fútbol (y es preferible que patee en el campo que dentro de la casa).

Por lo menos la situación ya era más regular. Sabía qué días eran las prácticas, cuál era su equipo y, casi casi, me sabía el nombre del coach. Y, cuando ya casi me acostumbraba a la rutina, ocurrió la tragedia: “Mami, yo también quiero jugar futbol”, sentenció mi hijo mayor. Por supuesto, las dos prácticas eran el mismo día, a la misma hora, en extremos opuestos de la ciudad. Cuando estaba a punto de pedir la calcomanía de Uber para formalizar mis martes y mis jueves, ocurrió un milagro que, por su naturaleza futbolística, debo atribuirle a la iglesia de Maradona:

Todos los sábados a la misma hora, mi hijo menor tenía su “bendito juego de los sábados”. He de aclararles, a los que no lo conocen, que mi hijo no es ni especialmente grande ni fuerte, lo que hace más extraño aún lo que se pasaba: de ser el niñito más dulce y, muy a su pesar. “cute”, al pisar el campo se convertía en Thulhu. Se adueñaba de la pelota, no se la pasaba a nadie y anotaba goles y goles (recuerden el “no hay arquero”, además). A los 20 minutos de esa eternidad donde yo quería que la tierra me tragara, los demás papás me decían “¿Puedes decirle a tu hijo que deje al mío anotar?” “¿cómo haces para que meta los goles, lo entrenas en la casa?”. Y no, no es que mi hijo fuera mini Messi, es que los demás no sabían cómo quitarle la pelota. Tengo que admitir que al principio era hasta divertido. Pero sólo al principio.

Cuando ya no sabía en qué hueco meterme (y a Kiki conmigo) el coach del equipo que jugaba inmediatamente después de nosotros se me acercó. Por supuesto, yo pensé: “¿qué habrá hecho Kiki ahora que lo van a botar”? Pero no, con una cordialidad y simpatía de la cual yo no creía a Kiki merecedor, me preguntó “¿No crees que tu hijo quiera jugar con niñitos un poco más grandes”? “Nosotros practicamos en (inserte aquí el mismo sitio donde practica mi hijo mayor)”.

No había terminado de preguntar y yo ya le estaba presentando a Kiki a su nuevo coach. La prueba de que los milagros existen, hasta en el fútbol infantil. DSC_0939

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Mi ¿vida? como Soccer mom. Parte 2

“Tranquilo, nada está bajo tu control” debería ser el mantra de todos los padres con niños en deportes en equipo. Yo, que me creía veterana por de sobrevivir una temporada, me sentía como si hubiera llegado a una película europea que empezó hace media hora.

Desde averiguar en qué grupo iba a jugar hasta enterarse de quién era el entrenador eran tareas propias de “The Amazing Race”. Llegué a al campo en el día marcado de “inicio de las prácticas” y comencé la peregrinación, de entrenador en entrenador. Todos los niñitos parecían de la misma edad, así que no entendía cuál era el criterio para agruparlos. Lo bueno es que ellos tampoco. Así que lo solté en el último grupo donde pregunté, y me senté a ver “la práctica”:

Además del “coach” había un número de “Mi hijo es el próximo Messi/Alex Morgan” co-entrenando. Si prestarle atención a un maestro es casi imposible para un niño de 6 años, imagínense a dos.  Desde donde yo lo veía, el ejercicio parecía consistir en tratar de aplastar la pelota, un pie a la vez. ¿O sería pararse sobre ella? Después de media hora de aplastada de balón. Comenzó un tal “Scrimmage”. Qué misterio. Los papás decían “ya falta poco para que termine el “Scrimmage”, “mi hijo metió dos goles en el “Scrimmage” (y pronúncienlo totalmente con “native English accent”: scrmagh). La palabra misteriosa define cuando ponen a jugar a los niñitos: les ponen los “pinnies” (las franelilas de malla sin mangas. De nada) a uno de los dos equipos y realmente juegan. Aún sin arqueros. Pero juegan.

Si no fuera porque estoy segura de que para cuando lo termine, las cosas cambian otra vez, escribiría un “Soccer Parenting for Dummies”.

Finalmente me enteré de quién era el entrenador y, mejor aún, de quiénes eran los compañeritos de equipo: cuando tenían los “juegos” (sí, entre distintos equipos) los sábados. Busqué a los que tenían el “jersey” (nombre técnico de la camiseta de fútbol) del mismo color, le pregunté a un señor que parecía saber lo que estaba haciendo si mi hijo estaba en su equipo y “lo entregué”. Y comenzó el “¿juego?”.

No, No hay arquero. Sí, pregunté. No, no importa si ganan o pierden. No, tampoco importa si se sientan en el medio del campo a recoger margaritas mientras los demás juegan. No. No es competitivo. ¿Cómo va el juego? ¿Ah? ¿Los goles? No sé. Como que nadie llevaba la cuenta.

Lo más divertido era el contraste entre los papás de Lio y Alex y los que llamaré “recoge margaritas”. Los primeros gritaban instrucciones cual Luis Enrique. Los segundos simplemente pretendían no estar allí. “Bueno, es apenas el primer juego”, pensé. “Y el segundo”. “Y el tercero”. Hasta que terminó la temporada.

¿Quién ganó? Todavía no sé. Y creo que ni el coach ni los otros padres tampoco.

Quizás los que ganaron fueron los que tenían que ganar: los niños que, definitivamente, tienen mucho que enseñarnos sobre la importancia -o falta- de ser competitivos.

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