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Largas vidas al Rock n’ Roll. O cómo la música y su interpretación no debería tener fecha de vencimiento.

Creo que puedo contar con los dedos de las manos las veces que un artículo de prensa o revista ha logrado que me provoque escribir sobre ellos. En este caso, la “afortunada” fue una pieza publicada en “The Atlantic -muy bien escrita, ya que de lo contrario estaría, no sé, ¿en el NY Post?- donde el autor afirma tener el peor gusto musical entre su grupo de amigos porque prefiere “Boston” a “Led Zeppelin”. Seguramente tendría que usar Google para nombrar un tema de Boston, pero pienso que creer que esa banda puede estar en la misma oración que a LZ no es el problema más grave de este señor.

En el párrafo siguiente, declara, lo cual me hace entender porqué prefiere Boston que LZ, que “nunca ha estado interesado en escuchar a los Rolling Stones sacarle un poco más de dinero a la multitud en un estadio, o a “The Who” jurar, nuevamente, que se jubilan” (la traducción es mía). Posteriormente, defiende las grabaciones mejoradas o “remasterizadas” de temas clásicos, al igual que sus reinterpretaciones acústicas… siempre y cuando no vengan acompañados de un show que intente revivir glorias pasadas. Podría detestarlo por criticar los solos de guitarra (sí, ya entendimos porqué no le gusta LZ), pero lo que realmente me molesta/irrita/ es su declaración de que una vez que alcanzas cierta edad, la furia y descontento que puedes sentir no merece ser protagonista de un éxito musical.

Admito que algunas de mis canciones favoritas cuando tenía veinte años son totalmente diferentes treinta años después, aunque sean las mismas. Al igual que los libros. En los ochenta no paraba de cantar “… Life goes on, long after the thrill of living is gone” (Jack and Diane, John Mellencamp), pero estoy consciente de que ese “thrill” no es el mismo, pero no se ha ido. Otro ejemplo es “The Story of my Life” de Social Distortion, que pasó de ser un himno de rebeldía a una semblanza semi autobiográfica, o mi extraña fascinación con Dropkick Murphys y sus cantos a la clase trabajadora del este de los Estados Unidos, obviamente escritos en una época en la que aún “I’m shipping out to Boston” no los había hecho millonarios. Sin embargo, hay otras canciones que son exactamente las mismas, veinte o treinta años después: “Laid”, de James es una de ellas.

He tenido la suerte de ver “después de viejos” artistas del tamaño de AC/DC, Roger Waters, Genesis, Paul Simon, Willie Colón, Oscar de León, etc. -no me juzguen-, y creo que sentenciar a las bandas “clásicas” a la estricta remasterización o a hacer versiones acústicas de sus temas famosos es el equivalente a declarar que las mujeres de más de 60 años no deberían usar bikini, mini falda, o tener el pelo largo. Afortunadamente, artistas como BB King (quien dio uno de los mejores conciertos que he visto, a los 70 años) y Celia Cruz (que estuvo de gira hasta el último año de su vida) no creyeron que darle a su audiencia la oportunidad de presenciar virtuosismos irreplicables era “sacarle más plata a la gente en un estadio”. No sé qué daría por ver a Jimi Hendrix en vivo ahorita. Viejo. A Glenn Miller. A Sam Cooke.
Por otro lado la vitalidad del “septuagenario” (sí, tenías razón) Joe Walsh, o del “minusválido” Phill Collins logra que la audiencia viva experiencias mucho más memorables que en un concierto de (mátenme) ¿Adele?.

Entiendo que para algunos ver a sus ídolos juveniles envejecer es un recordatorio de su propia caducidad. Pero yo estoy con los que opinan que envejecer es inevitable, pero sentirse viejo depende de uno.

Hay artistas que sienten lo mismo.

Ellos necesitan un estadio.









“Envejecer es inevitable, pero sentirse viejo depende de uno”

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Sobre “The Power of the Dog”

Día 4

ADVERTENCIA: Lee esto sólo si ya has visto la película o has decidido no verla porque te aburre lo que hace Jane Campion.

Admiro a los críticos literarios y cinematográficos. Es casi imposible para mí ser objetiva sobre los valores de una obra cuando simplemente no me gustó, porque parto de esa apreciación personal y entonces busco imágenes, diálogos o personajes que justifiquen mi posición. Por eso esto no es mi crítica sobre “The Power of the Dog”. Es sólo mi opinión, que decidí escribir cuando alguien me pidió en Twitter que le “vendiera” la película

Mi relación con este filme empezó cuando Netflix me la recomendó : Benedict Cumberbatch (Phil), Kirsten Dunst (Rose), Jesse Plemons (George) y el muchachito de “Let the right one in” (Peter) juntos, más Jane Campion y vaqueros… Sólo faltaba Wes Anderson y, a lo mejor, algo en coreano, para que pareciera una película hecha especialmente para mí.

No tenía idea de lo que iba a ver y que el súper británico Cumberbatch de “The Electrical Life of Louis Wain”, reencarnara en este vaquero que competiría hasta con John Wayne fue una agradable sorpresa. Jesse Plemons es un anacronismo ambulante cuando lo ves en 2021: pertenece a 1920, y es, en mi opinión, uno de los mejores actores cuya carrera he tenido la suerte de presenciar. Kirsten Dunst siempre es fabulosa y tengo serias dudas sobre si el chico que hace de su hijo está actuando o esa es su verdadera personalidad. Los personajes son formidables y las actuaciones desalientan a cualquier otro actor que crea tener chance para ganar un Óscar este año.

Cumberbatch es Phil, la carismática oveja negra de una familia con dinero que tuvo la mala suerte de nacer con 100 años de adelanto. Creo que su crueldad es consecuencia de tener que ocultar lo que seguramente era considerado un atavismo. Su auto sabotaje incluye un total desdén por su higiene personal, quién sabe si también para molestar a los que lo rodean. Te recuerda que se graduó con honores de Yale citando filósofos mientras castra su toro número cien.

Plemons es George, su hermano, a quien Phil sólo llama “Fatso” (¿gordito?). Otro producto de esos tiempos, y un personaje quizás mucho más complejo que el de Cumberbatch. Es evidentemente quien dirige del rancho y puede parecer “bonachón”. “Fatso” o no, él manda, y terminas dándote cuenta de que considera a su hermano como otra de las responsabilidades que vino con los acres heredados.

Kirsten Dunst es Rose. Su personaje hace que agradezca años de lucha feminista para eliminar la idea de que solo un marido puede salvar a la “damisela en peligro”. Viuda. Con un hijo adolescente que la ayuda a regentar una especie de hotel donde no puede reservarse el derecho de admisión. Si esto fuera una novela venezolana, sería “Nacida para sufrir”. Gracias a Dios que Jane Campion nació en Nueva Zelanda.

Rose pasa de ser la dama -viuda- abnegada obligada a hacer lo que la providencia dispuso para ella en un hotel, a dama abnegada -casada con George- obligada a hacer lo que providencia dispuso para ella… pero en un rancho, cuando Phil agrega a su lista de obligaciones en el rancho el hacerle sentir inadecuada. Aterrorizada. Hasta paranoica. La inmensidad del paisaje te recuerda que no hay salida y entiendes que la transformación de Rose es la única huida posible.

Indudablemente la estrella de esta historia es Peter, el hijo de Rose. Sigo a Kodi Smit-McPhee desde que en su -nunca tierna- infancia protagonizó la versión norteamericana de “Let the right one in” (“Let me in“, en EEUU), y once años después no decepciona.

Si Peter hubiera nacido en 2004, su foto en el anuario del High School diría “Fundó su primer “start up” a los 7 años”. Es renacentista: dibuja, hace disecciones, interpretaciones botánicas en papel, estudia enfermedades infecciosas, se encarga de la decoración del comedor… y sin YouTube ni TikTok. Cuando comienza la película crees que es el hijo perfecto y, al final lo compruebas. Ama a su madre, que lo sobre protege innecesariamente. Quizás por esos ojos gigantescos que parecen incapaces de ver matar a una mosca, o a un conejito.

Su relación con Phil es complicada. Creo no haberla entendido por completo y aún me pregunto si lo que lleva a Peter a hacer lo que hizo fue sólo por amor a su madre. Tampoco estoy segura de si esta será la última vez que use su entrenamiento médico solucionar sus problemas. Pero quizás es porque he visto demasiadas películas de crímenes.

La historia es maravillosa, pero hay que prestarle esa atención que generalmente deambula cuando ves películas en tu casa. No es difícil de seguir, pero está llena de detalles que no quieres perderte por responder un mensaje de texto.

En conclusión, no he podido sacar “The Power of the Dog” de mi cabeza, dos después de terminar de verla ¿Me gustó? Probablemente.

No sé si la disfruté, pero me pareció maravillosa. Ustedes, ¿qué opinan?

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El día que le aposté a Kenny Rogers.

Hasta hace muy poco tiempo, mi único contacto con las apuestas era a través de la canción: “The Gambler”, de Kenny Rogers, que oí por primera vez cuando tenía 8 años.

Como podrán imaginarse, Mr. Rogers era bastante desconocido en Venezuela, y hubiera seguido siéndolo para mí si no hubiera sido por una señora cuyo nombre, creo, era Tania.

En esa época nos reuníamos todos los domingos en casa de mis tíos. Mi familia es numerosa, con primos de mi edad, lo que convertía cualquier almuerzo familiar en “El Señor de las Moscas” que nadie quería perderse.

Uno de esos fines de semana, mis tíos decidieron invitar también a sus vecinos. Según lo que mi versión de 8 años entendió, habían vivido “en el extranjero” y trabajaban en “la industria del entretenimiento”, así que imagino que eran semi celebridades, o lo parecían. La moda de los años 70 era considerablemente extravagante (pausa para que busquen fotos de sus padres en 1978), así que no sé qué hizo que esa señora, Tania, me llamara tanto la atención. En mi memoria, mide 1’90, viste una túnica de poliéster, fucsia y naranja, con pantalones acampanados blancos y seguramente sandalias de plataforma plateadas. Y que nadie me diga que no es así.

Al final de esa tarde de domingo, cuando la energía infantil estaba domada por el exceso de Frescolita, y la tolerancia de los adultos había recibido bastante ayuda del Sr. Parr, nos sentamos todos juntos y Tania, decidió poner música: un LP de un señor con barba, gringo, un tal Kenny Rogers.

Al comenzar a sonar el picó, Tania (y el Sr. Parr, estoy segura), agarraron algo que pudiera hacer las veces de micrófono y decidieron que Kenny no cantaría “The Gambler” sin un coro en vivo.

Mi dominio del inglés se lo debía mayormente a “Villa Alegre”, así que agradecí su traducción simultánea y amé la melodía de la canción.

Desde ese día me convertí en uno de los 20 venezolanos fanáticos de Kenny Rogers. Cuarenta años después todavía puedo cantar de memoria “The Gambler”, pero nadie quiere oír eso; criticar la misoginia de “Ruby, don’t take your love to town”, y hasta entender un poco mejor el país de “The Coward of the County”. Y, aunque no son habilidades que puedan ayudarme a encontrar un trabajo en LinkedIn, me siento orgullosa de eso.

Gracias a esa tarde con Tania y Kenny descubrí un género musical que aún disfruto enormemente. Si no me creen, pregúntenle a Spotify porqué me sugiere a Lyle Lovett, Lucinda Williams, a Rhett Miller, y a mi amada Kacey Musgraves.

Así que hoy, cuando me enteré de la muerte de Kenny Rogers, sólo deseé que lo que dice en “The Gambler” se hubiera hecho realidad: “and the best that you can hope for is to die in your sleep”.

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