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Sobre “The Power of the Dog”

Día 4

ADVERTENCIA: Lee esto sólo si ya has visto la película o has decidido no verla porque te aburre lo que hace Jane Campion.

Admiro a los críticos literarios y cinematográficos. Es casi imposible para mí ser objetiva sobre los valores de una obra cuando simplemente no me gustó, porque parto de esa apreciación personal y entonces busco imágenes, diálogos o personajes que justifiquen mi posición. Por eso esto no es mi crítica sobre “The Power of the Dog”. Es sólo mi opinión, que decidí escribir cuando alguien me pidió en Twitter que le “vendiera” la película

Mi relación con este filme empezó cuando Netflix me la recomendó : Benedict Cumberbatch (Phil), Kirsten Dunst (Rose), Jesse Plemons (George) y el muchachito de “Let the right one in” (Peter) juntos, más Jane Campion y vaqueros… Sólo faltaba Wes Anderson y, a lo mejor, algo en coreano, para que pareciera una película hecha especialmente para mí.

No tenía idea de lo que iba a ver y que el súper británico Cumberbatch de “The Electrical Life of Louis Wain”, reencarnara en este vaquero que competiría hasta con John Wayne fue una agradable sorpresa. Jesse Plemons es un anacronismo ambulante cuando lo ves en 2021: pertenece a 1920, y es, en mi opinión, uno de los mejores actores cuya carrera he tenido la suerte de presenciar. Kirsten Dunst siempre es fabulosa y tengo serias dudas sobre si el chico que hace de su hijo está actuando o esa es su verdadera personalidad. Los personajes son formidables y las actuaciones desalientan a cualquier otro actor que crea tener chance para ganar un Óscar este año.

Cumberbatch es Phil, la carismática oveja negra de una familia con dinero que tuvo la mala suerte de nacer con 100 años de adelanto. Creo que su crueldad es consecuencia de tener que ocultar lo que seguramente era considerado un atavismo. Su auto sabotaje incluye un total desdén por su higiene personal, quién sabe si también para molestar a los que lo rodean. Te recuerda que se graduó con honores de Yale citando filósofos mientras castra su toro número cien.

Plemons es George, su hermano, a quien Phil sólo llama “Fatso” (¿gordito?). Otro producto de esos tiempos, y un personaje quizás mucho más complejo que el de Cumberbatch. Es evidentemente quien dirige del rancho y puede parecer “bonachón”. “Fatso” o no, él manda, y terminas dándote cuenta de que considera a su hermano como otra de las responsabilidades que vino con los acres heredados.

Kirsten Dunst es Rose. Su personaje hace que agradezca años de lucha feminista para eliminar la idea de que solo un marido puede salvar a la “damisela en peligro”. Viuda. Con un hijo adolescente que la ayuda a regentar una especie de hotel donde no puede reservarse el derecho de admisión. Si esto fuera una novela venezolana, sería “Nacida para sufrir”. Gracias a Dios que Jane Campion nació en Nueva Zelanda.

Rose pasa de ser la dama -viuda- abnegada obligada a hacer lo que la providencia dispuso para ella en un hotel, a dama abnegada -casada con George- obligada a hacer lo que providencia dispuso para ella… pero en un rancho, cuando Phil agrega a su lista de obligaciones en el rancho el hacerle sentir inadecuada. Aterrorizada. Hasta paranoica. La inmensidad del paisaje te recuerda que no hay salida y entiendes que la transformación de Rose es la única huida posible.

Indudablemente la estrella de esta historia es Peter, el hijo de Rose. Sigo a Kodi Smit-McPhee desde que en su -nunca tierna- infancia protagonizó la versión norteamericana de “Let the right one in” (“Let me in“, en EEUU), y once años después no decepciona.

Si Peter hubiera nacido en 2004, su foto en el anuario del High School diría “Fundó su primer “start up” a los 7 años”. Es renacentista: dibuja, hace disecciones, interpretaciones botánicas en papel, estudia enfermedades infecciosas, se encarga de la decoración del comedor… y sin YouTube ni TikTok. Cuando comienza la película crees que es el hijo perfecto y, al final lo compruebas. Ama a su madre, que lo sobre protege innecesariamente. Quizás por esos ojos gigantescos que parecen incapaces de ver matar a una mosca, o a un conejito.

Su relación con Phil es complicada. Creo no haberla entendido por completo y aún me pregunto si lo que lleva a Peter a hacer lo que hizo fue sólo por amor a su madre. Tampoco estoy segura de si esta será la última vez que use su entrenamiento médico solucionar sus problemas. Pero quizás es porque he visto demasiadas películas de crímenes.

La historia es maravillosa, pero hay que prestarle esa atención que generalmente deambula cuando ves películas en tu casa. No es difícil de seguir, pero está llena de detalles que no quieres perderte por responder un mensaje de texto.

En conclusión, no he podido sacar “The Power of the Dog” de mi cabeza, dos después de terminar de verla ¿Me gustó? Probablemente.

No sé si la disfruté, pero me pareció maravillosa. Ustedes, ¿qué opinan?

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“Diarios del Corona Virus (o cómo se llame cuando leas esto)” II

“Diarios del Corona Virus (o cómo se llame cuando leas esto)”

Día 2. 

Viernes, 13 de marzo de 2020.

Tengo casi 12 años viviendo en Berkeley y una de mis primeras impresiones sobre esta ciudad es que nunca pasa nada. No es que sea aburrida, o que no tenga vida social o artística (está a 20 minutos de SF), pero cuando uno crece en Caracas, donde el índice de normalidad es definido por el porcentaje de incertidumbre, la capacidad de sorprenderse disminuye considerablemente.

En Venezuela podría sustituirse la manera de calcular la “Densidad de Población”, el resultado se obtendría al calcular el número de habitantes en un área que son víctimas de eventos impensables en relación con una unidad de superficie dada. Y esta área podría ser de 20 km2. Créanme. Sería altísima. Y quizás empezaría a llamarse “Densidad de Des-población”. De ahí mi escasa capacidad de asombro y mi manía de llamar cualquier acontecimiento que incomoda a mis queridos amigos americanos “Problemas del Primer Mundo”. Por favor, perdónenme.

El viernes empieza fácil. Tener que despertar a solo uno de los chicos hace que la mañana tenga una luz especial, sobre todo si el que se queda durmiendo es el adolescente. El que va a Middle School está emocionado: cree que le están adelantando el Spring Break. Y aún tiene su hand sanitizer. Lo dejo en una escuela donde no pareciera que se están preparando para estar tres semanas sin clases: bien por ellos. Los niños no necesitan sentir ese pánico.

Decido no ir a mi clase de yoga e inocentemente manejo hacia Costco para asegurarme mi dosis semanal de Coke Zero y Red Bull (no me juzguen). No me había dado cuenta de que sufría de PTSD hasta que vi que los carros que intentaban entrar llegaban hasta la salida de la autopista. Sólo me tranquiliza comprobar que el suministro de gasolina es completamente normal. 

A la hora de la salida, los chicos se despiden como cualquier viernes. 

Llego a mi casa y mi hijo adolescente ya tiene “cabin fever”. Los niños, afortunadamente, no tienen consciencia de su propia mortalidad. Ni siquiera de su vulnerabilidad. No poder salir a jugar con sus amigos suena como si yo lo estuviera castigando. Y él no entiende qué hizo.

Aún quedan vestigios de normalidad: las familias hacen planes para irse a esquiar el fin de semana porque, por fin, va a nevar en este lado de California. Reviso el estado de las carreteras. Controles de cadenas. Hago contacto con la vida real. 

Ya estoy extrañando el que en Berkeley no pase nada.

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Mi ¿vida? como Soccer mom. Parte 2

“Tranquilo, nada está bajo tu control” debería ser el mantra de todos los padres con niños en deportes en equipo. Yo, que me creía veterana por de sobrevivir una temporada, me sentía como si hubiera llegado a una película europea que empezó hace media hora.

Desde averiguar en qué grupo iba a jugar hasta enterarse de quién era el entrenador eran tareas propias de “The Amazing Race”. Llegué a al campo en el día marcado de “inicio de las prácticas” y comencé la peregrinación, de entrenador en entrenador. Todos los niñitos parecían de la misma edad, así que no entendía cuál era el criterio para agruparlos. Lo bueno es que ellos tampoco. Así que lo solté en el último grupo donde pregunté, y me senté a ver “la práctica”:

Además del “coach” había un número de “Mi hijo es el próximo Messi/Alex Morgan” co-entrenando. Si prestarle atención a un maestro es casi imposible para un niño de 6 años, imagínense a dos.  Desde donde yo lo veía, el ejercicio parecía consistir en tratar de aplastar la pelota, un pie a la vez. ¿O sería pararse sobre ella? Después de media hora de aplastada de balón. Comenzó un tal “Scrimmage”. Qué misterio. Los papás decían “ya falta poco para que termine el “Scrimmage”, “mi hijo metió dos goles en el “Scrimmage” (y pronúncienlo totalmente con “native English accent”: scrmagh). La palabra misteriosa define cuando ponen a jugar a los niñitos: les ponen los “pinnies” (las franelilas de malla sin mangas. De nada) a uno de los dos equipos y realmente juegan. Aún sin arqueros. Pero juegan.

Si no fuera porque estoy segura de que para cuando lo termine, las cosas cambian otra vez, escribiría un “Soccer Parenting for Dummies”.

Finalmente me enteré de quién era el entrenador y, mejor aún, de quiénes eran los compañeritos de equipo: cuando tenían los “juegos” (sí, entre distintos equipos) los sábados. Busqué a los que tenían el “jersey” (nombre técnico de la camiseta de fútbol) del mismo color, le pregunté a un señor que parecía saber lo que estaba haciendo si mi hijo estaba en su equipo y “lo entregué”. Y comenzó el “¿juego?”.

No, No hay arquero. Sí, pregunté. No, no importa si ganan o pierden. No, tampoco importa si se sientan en el medio del campo a recoger margaritas mientras los demás juegan. No. No es competitivo. ¿Cómo va el juego? ¿Ah? ¿Los goles? No sé. Como que nadie llevaba la cuenta.

Lo más divertido era el contraste entre los papás de Lio y Alex y los que llamaré “recoge margaritas”. Los primeros gritaban instrucciones cual Luis Enrique. Los segundos simplemente pretendían no estar allí. “Bueno, es apenas el primer juego”, pensé. “Y el segundo”. “Y el tercero”. Hasta que terminó la temporada.

¿Quién ganó? Todavía no sé. Y creo que ni el coach ni los otros padres tampoco.

Quizás los que ganaron fueron los que tenían que ganar: los niños que, definitivamente, tienen mucho que enseñarnos sobre la importancia -o falta- de ser competitivos.

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De lectura obligatoria

Detesto a los que se sienten superiores porque “leen”. En mi opinión, son una especie de fanáticos religiosos combinados con vendedores piramidales.

A mí me gusta leer. Disfruto un buen -y a veces un no tan buen- libro. Tuve la ¿suerte? de que en mi casa había una biblioteca gigante (entendida como “muchos libros juntos”), sólo 4 canales de TV. Pocas películas de Betamax y algo llamado Atari que me costó algún tiempo entender. Afortunadamente, para mí, la lectura no era una obligación sino un entretenimiento más. De que en la casa de mi abuela en Río Chico un alma caritativa había dejado toda la colección de Agatha Christie. De que mis primos grandes me pasaron “Los Hollister” y “Los 7 Secretos”. De haberme leído escondida “Flores en el Ático” (sí, lo confieso), y de descubrir a Ana María Matute en la “Gran Biblioteca Salvat” de mi papá, sólo porque me llamó la atención que el libro se llamara “Algunos Muchachos”.

Ya va. Soy defensora de, si no “inculcar”, enamorar a los niños de la lectura. No sólo porque leer sea parte de mí, sino porque creo que es indispensable para la comprensión de matemáticas, biología, física o alguna de esas nuevas materias.

Sin embargo, la catarata actual de entretenimiento supone una competencia furibunda contra los libros. Y parte de esa competencia es, a menudo, superior a la oferta literaria. Es aquí donde entra esa categoría a la que me refería en el primer párrafo.

¿Cuántas veces han oído a alguien declarar, orgullosamente, ser lectores empedernidos, y te citan “50 Shades of Grey” como ejemplo? A ver cuántos pseudo gothic geeks pueden nombrar que se autodenominan hard core porque leyeron la trilogía de “Twilight” en lugar de ver las películas.

No tengo nada contra la literatura “de verano” o fácil. Amo “The Hunger Games” y “Divergent”. Pero tengo que reconocer que es muy superior la calidad de “Breaking Bad” que la de “50 Shades of Gray”; o un maratón de “Downton Abbey” que “Twilight”.

Para mí, la lectura no puede seguirse viendo como la tía solterona que te enseña a escribir en cursiva. Aunque parezca que requiere un mayor esfuerzo, es de los hobbies más fáciles -y económicos- que existen.

Mi reto es presentarle los libros a mis hijos de una manera tan fascinante como los buenos shows de TV. ¿Cómo? No lo sé, que me vean emocionada leyendo “El abuelo que saltó por la ventana y se largó” o “El Tiempo entre Costuras”. Que se pregunten cómo su mamá ve ese novelón de “Dallas” en Netflix y lo para para seguir leyendo “1Q84”.

Ya sé que es difícil. Pero ya les contaré cómo me va.

Y hasta quién sabe si el próximo post sobre esto lo escriba Santiago o Juan Cristóbal.

 

 

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