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Villa Alegre.

Villa Alegre era un show que transmitía la TV venezolana en una época en la que teníamos que “conformarmos” con los 4 ó 5 canales de señal abierta disponibles. Villa Alegre era una especie de pueblo donde los mayores le hablaban a los niños en inglés, éstos les respondían en español y viceversa. Recuerdo que su formato era bastante más divertido que la mayoría de los programas educativos que hacían de baby sitter en las tardes lluviosas mientras las madres terminaban la cena. Y, aunque no puedo decir si me enseñó o no inglés, puedo asegurar que si las casas en EE.UU. tuvieran nombre, la mía se llamaría Villa Alegre.
En mi natural terquedad, nunca he entendido porqué madres que dominan perfectamente el español insisten en comunicarse con sus hijos, una vez mudadas a un país angloparlante, en un idioma que definitivamente las pone en desventaja.
Primero está el problema del “acento nativo”. No importa cuántos cursos en gramática inglesa tengas: si no aprendiste a pronunciar la “z” en inglés antes de los 4 años, serán necesarias al menos dos reencarnaciones para lograrlo (en mi caso, tres). Si sé que nunca podría llamar por teléfono a un niño llamado “Zachary” ni me entienden cuando dicto “Grizzly Peak Boulevard”, ¿Por qué debo insistir en hablarle a mis hijos como una copia devaluada de Sofía Vergara? (inserte tono envidioso aquí).
Además de evitarme humillaciones innecesarias (“mami, es “zzzziiibra, no ziiiiibra”),  el hablarle en español a mis hijos les da una ventaja sobre sus compañeros, muchos de ellos 100% monolingües, al entrenarlos a pensar en dos idiomas como nativos y, a medida que se hacen más grandes, a distinguir cuántas de las diferencias culturales se ven reflejadas en las sutilezas del lenguaje ; ¿Cómo entender la diferencia entre “ser” y “estar” con un solo verbo “to be”?
No puedo evitar reírme al oír a mis compañeras idiomáticas regañar a sus hijos en lo que yo llamo “español en inglés” delante de un público completamente hispanoparlante. ¿Que los niños se confunden si oyen dos idiomas? La cantidad de inmigrantes que dominan a la perfección más de una lengua demuestra lo contrario.
Yo insisto en transformar mi imposibilidad de adquirir un acento nativo en una oportunidad para que mis hijos (y algunos de sus pobres amiguitos) escuchen el español que me ayuda a escribir lo que quiero y al que defiendo ante los criminales de ortografía de todas las maneras posibles. Ellos, acostumbrados a expresarse socialmente en inglés, me oyen responderles en español e imagino que, en su mente, me ponen los subtítulos en inglés. Claro, ellos no habían nacido cuando pasaban Villa Alegre.

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Hairspray. Vinotinto.

 

Aunque soy venezolana no sé mucho de telenovelas. Que mi padre sea español tampoco me hace especialista en fútbol. Por eso, al enterarme de las reacciones de los “comentaristas” -así, entre comillas- ante la no eliminación de la selección de fútbol venezolana -hay que estar claro en que no están asombrados porque Venezuela pasó a las semifinales sino porque no la eliminaron en la primera ronda- Vinieron a mi mente situaciones de varias de mis películas favoritas, entre ellas “Hairspray”, del maravilloso John Waters. Esta obra maestra de Waters narra la historia de Tracy Turnblad, una adolescente algo pasada de peso, que quiere ganar un concurso de baile televisado durante los años 60.

En realidad, si vamos a cuentos de hadas, el equipo de Venezuela no es ni remotamente Cenicienta. Cenicienta nació en cuna de oro y su justo puesto en la sociedad le fue arrebatado por su malvada madrastra y las envidiosas, además de feas, hermanastras. Sin embargo, Cenicienta era bella y educada, sólo necesitaba un hada madrina que le presentara a su príncipe para triunfar (con detallitos como zapatillas de cristal para darle dramatismo, claro).

Ese nunca fue el caso de la Vinotinto.

Nuestra selección de fútbol siempre fue más, en mi opinión, esa niña impopular durante toda la primaria y parte de la secundaria. Algo torpe. Con maestros que no la ayudaban porque no habían descubierto que podía tener potencial. De un día para otro, se dieron cuenta de que era mucho mejor de lo que creían al principio y comenzaron a invitarla a fiestas organizadas por los más populares donde hasta bailaba toda la noche.
Hasta que, como en Hairspray, a la gordita impopular, que pasó años practicando, le tocó medirse con las chicas más bellas y exitosas, que nunca vieron a (Tracy) Venezuela como competencia real y, oh sorpresa, en el baile que las llevaría a la fama, hasta bailó mejor y ganó. Por supuesto, las triunfadoras de siempre se quejaron de la disminución de categoría del evento, pusieron a opinar a sus madres, expertas en belleza, danza y esas lides y prometieron afilar sus garras para las próximas justas (que sólo lo serían si volvían a reinar ellas, claro).
Pero, como le pasó a Tracy Turnblad, las victorias no le llegan a la selección por su cara bonita y, si se descuidan, pueden volver a quedarse olvidadas al fondo del salón.

Mientras tanto, disfrutemos de los triunfos tratando de mantener algo de humildad y mostrando nuestra mejor cara: la única que tenemos mientras a las eternas reinas de belleza el maquillaje se les corre de disgusto.

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El verdadero post "Amansafollowers"

Últimamente se ha vuelto popular entre los “Social Media Experts” dar razones y fórmulas mágicas por las cuales tendrás más seguidores en Twitter, lo cual no puedo evitar que me recuerde a las portadas de Cosmopolitan prometiendo amores fáciles y eternos. Hasta leí que venden por e-bay cuentas según el número de seguidores ¿será por eso el auge del follounoporuno ése?

Sin embargo, esos inspirados posts “amansafollowers” me hicieron pensar en lo contrario: ¿por qué dejo de seguir, sin pensarlo, a alguien en Twitter, y éstas fueron las razones, totalmente personales.

-haces publicidad mala e invasiva (aconsejo consultar “Under the Radar”).

-eres racista

-insultas mujeres (aunque no las conozca).

-haces comentarios homofóbicos

-sólo tuiteas feeds

-te crees periódico

-usas Twitter para hacerte publicidad (entiéndase buscar novio-a)

-tuiteas pornografía

-RTeas pornografía

-dices lo mismo muchas veces (auto copy-paste)

-abusas de la autolisonja (“qué bello soy” “qué bueno soy en lo que hago” “soy millonario y uds. no”)

-copias tweets (míos o ajenos)

-protagonizas una mala novela twittera, que incluye chismes, dimesydiretes y yonofuises.

-te “malpegas” con algo o contra algo.

-mandas spam por DM a estas alturas.

Sé que nadie debería dejar de escribir un tweet por miedo a perder seguidores, pero tu libertad de expresión termina donde comienza mi tl.

Aunque a veces tengo que limpiar mi lista de seguidos porque no me alcanza el tiempo ni tengo el span (¿o spam?) de atención necesario para leerlos a todos, siempre dejo abierta la posibilidad de seguirlos de nuevo, a menos que hayan cometido los “pecados” anteriores.

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Superficialidades.

Era imposible que un caso como el de los mineros chilenos pasara desapercibido. No podía esperarse algo diferente al reality show transmitido desde Copiapó que hizo derramar más lágrimas que cualquier “extreme makeover”. Eran 33 personas que sobrevivieron al derrumbe de una mina y se dieron por muertas durante una semana. Comunicaron que estaban vivos mediante una carta cuya foto probablemente gane no uno sino varios Pulitzers. Movilizaron prodigios de ingenería de todo el planeta en su rescate y contaban con la mejor cobertura cinematográfica para documentarlo: si eso no es buena producción, no sé qué lo será. Pero, ¿alguien habló con los protagonistas?
No veo reality shows estilo Jersey Shore ni nada que se le parezca, pero si los que ahí aparecen aceptaron ser parte del casting, cualquier comentario (o chisme) que se haga sobre ellos era un riesgo inherente al contrato.
En cambio, estos señores mineros sólo bajaron a hacer su trabajo diario. No se imaginaban que su anónima vida, tan anónima como la de cualquiera de nosotros, iba a ocupar las primeras páginas de la prensa internacional. Y, de repente, uno de ellos, bautizado injustamente como “el minero infiel” (y digo injustamente porque no creo que nadie deba poner nombres) pasó a ser más importante que la cápsula Fénix. Su llegada creó más expectativa que la de los demás mineros sólo porque se le conocía una esposa y una “amante”. Chistes, muy fáciles todos, iban y venían. Leí que diría “trágame tierra” al salir más o menos mil veces. ¿Será que era más fácil enfocarse en las debilidades humanas que en la grandeza de todo lo que estaba pasando?
Ojalá y en unos meses la Historia (así, con mayúscula) que hoy se escribe de lo que pasó en Chile no se recuerde como “el caso del minero y las 2 mujeres” .
Claro, estoy segura de que Laura en América hará un programa con él antes de que Discovery Channel airee “Megaestructuras: así funciona la cápsula Fénix”

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Adjetivos que no califican.

Siempre pensé que los adjetivos se habían creado para facilitarnos la vida. Con un sujeto y un adjetivo tu mamá entendía con quién andabas: fui con”Carolina la catira”. Si te preguntaban cuál era tu maestro de Economía, con “uno bajito” bastaba. En una sociedad con 50 María Gabrielas, 50 Adrianas y 200 Danielas todos habríamos parado en locos sin distinguirlas como “La Gorda”, “La Negra” o “La Flaca”.
Hasta que me mudé a los Estados Unidos y, de repente los, hasta entonces inocentes, adjetivos se tranformaron en insultos. En consecuencia, tratar de describir a alguien sin usar los obvios es como aquel reto de mi infancia, donde tenías que contar un cuento sin decir “entonces”.
¿Cómo se supone que describa a una muchacha que pesa 200 kilos? Me aconsejan que use “heavy built”: ¿será que eso la hace pesar menos? Tampoco es correcto describir a alguien como “un flaco”, mejor decir “athletic built”. No hay que ser especialista en semántica para notar que “athletic” suena más lindo que “heavy”.
Ni hablar de las descripciones geográficas o raciales: en Venezuela eres (además de venezolana) portu, gallega, turca, china, negra, etc.
Durante una de nuestras reuniones multiculturales, una amiga colombiana y yo reíamos al tratar de explicarles porqué era imposible para nosotras describir a una mujer con un “par de enormes atributos” obviando eso.
Ahora, resulta que aquí les da vergüenza preguntar de qué país eres cuando obviamente el inglés no es tu idioma natal. ¿Será que creen que alguien puede sentirse ofendido porque se den cuenta de que no es norteamericano? Puede ser que su concepto del respeto vaya más allá del nuestro, y que la palabra “teasing” sea mucho más seria que “chalequeo”.
Entiendo que su historia de conquistas de derechos civiles ocupa un lugar importante en su ADN y que miles de norteamericanos han luchado para que las diferencias no sean un obstáculo en su “pursuit of happiness”
Nunca me he sentido ni “discriminada” ni mal vista por mi fuerte acento hispano. A diferencia de las “leyendas urbanas venezolanas”que destacan la frialdad de las naturales de estas tierras, mis nuevas amigas han resultado tan panas y solidarias como podrían ser las latinas de pura cepa. Les interesa aprender español y conocer un poco más de nuestro país. Mi adaptación a la cultura, si no norteamericana, por lo menos berkeliana ha sido mucho menos traumática que la de chistes como el del maracucho en Washington.
Sin embargo, acostumbrarme a que lo que era mi normal manera de describir a la gente sea considerado políticamente incorrecto me costará un poco más.
Menos mal que siempre puedo decir “No habla inglés”

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Entonces, ¿qué somos?

Primero, Pdvsa fuimos todos. Luego, RCTV fuimos todos. Poco tiempo después, la Radio fuimos todos. Más recientemente, Éxito fuimos todos y ahora, parece ser, que Polar somos todos.
En resumen, creo que no somos nada.

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La verdad (no) sea dicha.

 

 

¿Una media verdad o una media mentira?

 

“En Venezuela donde hay tantas cosas para sentirse mal no tiene sentido destruir una historia que nos hace sentir bien”. Esa frase, del escritor Francisco Suniaga en “Popule Meus”me hizo pensar en la relación que tenemos los venezolanos con la verdad. Autodefinirnos como “demasiado sinceros” es una de nuestras maneras de disfrazar la realidad: decimos cualquier barbaridad, cierta, para amortiguar nuestras verdades a medias.

 

Cuando dejé de vivir en Venezuela empecé a comparar los distintos tipos de verdades según los países y las nacionalidades. Mis compatriotas nunca dirían que no, de una vez, a una invitación “retórica”. Aquí, si se te ocurre soltar algo como “a ver si este fin de semana nos vemos”, responden inmediatamente, como cuando uno le da play al ipod: “estesábadonopuedoporquelas prácticasdesoccersonde9a12yluegoalmuerzanydesdehaceunmesteníanprogramadaunavisitaalmuseo” (en inglés, claro).

 

Por no creo que vivamos engañados, sino que vemos las cosas cómo nos gustan y tratando de que nuestra revelación de la “otra verdad” no cobre víctimas innecesarias:

 

Si compruebas que sí hay cervezas como la Polar, cómo vas a salir a decírselo a tus primos? Para qué? Y si resulta que sí hay café tan bueno como el venezolano? Se lo vas a decir al señor de la panadería? A estas alturas eso ya no es cierto: no vengas tú a decirle que tiene 60 años vendiendo algo menos que “lo mejor”.

 

No es que creamos mentiras, es que las convertimos en nuestras verdades. Con ellas nos defendemos de las acusaciones y miedos con las que el país nos amenaza a diario. Son nuestro “lado bueno”, que usamos como escudo ante el rostro malvado de la delincuencia y corrupción que pelea por el protagonismo.

 

Menos mal que el nombre de Miranda sí aparece en el Arco del Triunfo de verdad así nos creen el resto.


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¿Inmoral yo?

Leía en un foro, donde discutíamos la situación de Venezuela, que había llegado el momento en el que hablar de fiestas, playa o whisky resultaba inmoral. Pensaba, ¿qué puede tener de inmoral que la gente quiera disfrutar un poco con el dinero que duramente se ha ganado, o que piense en ahogar sus pesares (que ahora son más) en alcohol mayor de edad?
Llegué a la conclusión de que hacer eso, cuando queremos hacer creer al mundo que lo que se vive en Venezuela es una dictadura no es inmoral. Es simplemente estúpido: Me imagino la cara de los críticos a nivel internacional, señores serios a los que puede llegarles el informe de HRW y capaces de darle hasta algo de credibilidad, diciendo “¿Cómo esa chica, que se queja de la férrea garra opresora del chavismo, utiliza ese mismo medio para hacer cuenta regresiva de las horas que faltan para Carnavales?”.
¿Será que somos tontos, frívolos o incoherentes?
Por supuesto que, antes de opinar, me preparé para las respuestas -ataques- de los residentes en Venezuela: “Vente para acá a ver si dices lo mismo” “muy bueno ser mánager de tribuna”. Sí, como si los que están allá hicieran alguna diferencia en cuanto a su dureza en el teclado

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"No debato con nadie que no esté de acuerdo conmigo"

Hace unas semanas, en la red social Twitter, el conocidísimo músico Willie Colón decidió emitir una opinión no muy favorable al presidente venezolano, Hugo Chávez, en apoyo a los que condenaban el nuevo cierre de otro canal de televisión opuesto a las “verdades” gubernamentales.

Nadie refutó lo que dijo Willie Colón con datos que dijeran lo contrario a lo que él afirmaba de Chávez. Cuando criticó el cierre de medios de comunicación, o lo que hacía a los venezolanos, en lugar de defenderlo con cifras que dijeran que los medios eran libres, que no existía delincuencia o que todos eran más prósperos desde que él está en el poder, los defensores de Chávez se dedicaron a “googlear” cuando cuento oscuro existía del maestro, como si nombrar una noche de parranda de Willie Colón tuviera la capacidad de reducir la cifra semanal de muertos en Caracas; o un desacuerdo con “La Voz” fuera capaz de hacerlos olvidar, por lo menos en Twitter que se nos acaban los espacios de discusión, porque somos incapaces de ir más allá de los insultos. No sabemos debatir.

Ante una posición con la que no estamos de acuerdo, insultamos al que la expresa. No intentamos, ni siquiera, argumentar nuestro desacuerdo: el que no sea “de los nuestros” lo convierte en un enemigo al que ni siquiera creemos capaz de entender nuestro idioma. Por eso procedemos a emplear con ellos nuestro vocabulario más básico, acompañado, por supuesto, de menciones a su genealogía que lo hacen, en nuestra opinión, habitantes de otra dimensión (desconocidísima para nosotros, por supuesto).

Un debate no debería ser un concurso de insultos. Debería dar la oportunidad a los que lo presenciamos de conocer diferentes puntos de vista y, hasta, quién sabe, ser capaz de hacernos cambiar de opinión.

Eso es lo que pienso. ¿Alguien quiere debatir mi punto de vista?

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Del tamaño de su voz, por Adriana Bertorelli Párraga

Ella, la que cantaba boleros, nació algún día de 1935 en Cuba, en un pueblo pobrísimo de Camagüey llamado Céspedes. No sabemos cuántos hermanos tuvo, ni si los tuvo o quiénes fueron sus padres. Sabemos que era pobre, que era negra e inmensa, y que por 1948 se fue a La Habana a trabajar de cocinera. Fue entonces cuando Fredesvinda García se convirtió en La Freddy, la estrella del Bar Celeste, la que cantaba sin música.

Fredesvinda o Fredelina, como alguna vez se le escuchó presentarse, llegó a La Habana en plena Cuba de Batista. Del segundo Batista. Cuando la revolución económica en Cuba estabilizaba los intereses económicos de Estados Unidos a través del líder de la mafia Meyer Lansky. La Habana se había convertido entonces, con la venia de Batista, en el patio de juegos de la mafia: del tráfico de drogas, de los casinos, de los carros lujosos, de luchas entre capos, del alcohol sin límites. El paraíso de todos los excesos posibles. Para darse una idea basta ver El Padrino II. Era la Cuba de las vitrinas panorámicas en las tiendas de diseñadores famosos, de las vacaciones del jet set, de visitas frecuentes de Marlon Brando, Ava Gardner, y por supuesto, de Frank Sinatra. Era la Cuba donde abundaba la champaña y la langosta. Un nirvana absoluto para que a una muchacha del campo con pretensiones de cantante y atrapada en una belleza enorme e incomprendida, se le quitara el hipo y se le elevaran los sueños. La Cuba en la que los perfumes franceses Guerlain todavía leían en su etiqueta: Paris, New York, La Habana.

La versión más conocida –y manoseada– de la vida de La Freddy, si bien él mismo aclara que no es una biografía, fue el homenaje que le hiciera Guillermo Cabrera Infante en capítulos incisos de su novela Tres Tristes Tigres, con el nombre de “Ella cantaba boleros”. Por mucho tiempo se pensó que esa Estrella Rodríguez que Cabrera Infante dibujaba, esa cantante negra y colosal de unos ciento cincuenta kilos que describió con tanta belleza, pero también con tanto desdén, era un personaje de ficción: “…Con un vaso en la mano, moviéndose al compás de la música, moviendo las caderas, todo su cuerpo, de una manera bella, no obscena pero sí sexual y bellamente, meneándose a ritmo, canturreando por entre los labios aporreados, sus labios gordos y morados, a ritmo, agitando el vaso a ritmo, rítmicamente, bellamente… el efecto total era de una belleza tan distinta, tan horrible, tan nueva…”. Luego el escritor admitió que los capítulos de “Ella cantaba boleros” fueron un homenaje a La Freddy después de enterarse de su muerte, aunque siempre aclaró que el suyo era un retrato repleto de fábula.

Ella guisaba de día y cantaba de noche. Después de terminar su jornada como cocinera en casa de Arturo Bengoechea, presidente de la Asociación Cubana de Béisbol, la Freddy se bañaba, (según Cabrera Infante, la Estrella era anfibia, no sólo porque parecía una ballena y era totalmente lampiña, si no porque siempre estaba mojada: o estaba bajo la ducha o estaba sudando), se vestía, y en la noche se iba al Bar Celeste, lugar de encuentro de bohemios y artistas que quedaba entre las calles Infanta y Humboldt. Se sentaba a fumar cigarrillos mentolados junto a la rockola y tomaba ron hasta la madrugada. No hablaba mucho, sólo fumaba y sentía. Un día alguien apagó la rockola y le pidió que cantara, seguramente ya la había visto fumar, bambolear al ritmo su cuerpo inflamado y tararear a media voz. Un guitarrista se ofreció como acompañamiento pero ella no quiso, dijo que la música la llevaba ella por dentro y para qué más. Así que cantó a capella con su voz absoluta, y desde esa noche, todas las noches.

. Cantaba como un volcán, pero también era capaz de una ternura infinita que conmovía hasta las lágrimas. Con un registro de contralto, su voz era tan profunda que llegaba a parecer de tenor, incluso de barítono. Freddy tenía que sortear a diario el escrutinio de combinar un físico fuera de todos los parámetros con la sorpresa de la duda de si tenía voz de hombre o de mujer. Poseía, manipulaba, paseaba con su voz que dibujaba un lamento profundo. Parecía que cantara con la vagina. Reinventaba la música con un sentido único en el que a veces su público tardaba en reconocer los boleros de siempre. Cabrera Infante diría: “Hacía tiempo que algo no me conmovía así y comencé a sonreírme en alta voz, porque acababa de reconocer la canción, a reírme, a soltar carcajadas porque era Noche de ronda y pensé, Agustín (Lara) no has inventado nada, no has compuesto nada, esta mujer está inventando tu canción ahora: ven mañana y recógela y cópiala y ponla a tu nombre de nuevo: Noche de ronda está naciendo esta noche”. A media luz, con los ojos cerrados, Freddy cantaba con esa voz grave, tristísima, como salida del centro de la tierra, que partía el corazón en dos. Alargaba las frases, las hacía infinitas. Cantaba y lloraba.

La Habana nocturna se fue pasando la voz. Ya algunos sabían que en la madrugada se apagaba la rockola y el Bar Celeste se convertía entonces en el templo de la Freddy. Cada vez más se llenaba de músicos, de conocedores, que a su vez traían a otros a iniciarse en el arte de este animal extraño, hermoso y descomunal, que cantaba como un saxo barítono. La voz de Freddy, por sí sola, constituía un ritual de apareamiento. Cantaba y cantaba por horas, siempre en penumbras, siempre llorando. Una noche, demasiado tarde, algún vecino se quejó por el ruido del bar y le pidieron que callara. Entonces cruzó la calle y siguió cantando bajo un farol.

. Fue descubierta en toda su humanidad por el empresario Carlos Palma, que le dedicó una buena crítica y, poco tiempo después, ya estaba cantando en el cabaret del hotel Capri, aunque, muy a su pesar, con obligado acompañamiento orquestal. La revista Habanera Show en su número de julio de 1959 titulaba: “Del servicio doméstico surge una bolerista que ha de ser célebre” y seguía: “Nuestro nuevo descubrimiento ha de ser explosivo y sin pecar de aspaventeros, podemos anticipar que estamos presentando en Freddy García a una de las boleristas más notables de Cuba y quizá del mundo”.

Con Freddy no había términos medios, no podía haberlos. Se bañaba hasta cuatro veces al día y se regaba con frascos enteros de agua de colonia de la cabeza a los pies. Obsesionada con los olores, se moteaba tanto talco que luego se convertía en anillos blancos alrededor del cuello corto que sostenía la gran luna oscura que era su cara. Se dice que le gustaban las muñecas y que a pesar de su voz total, era de una ingenuidad desarmante. Le encantaba pasear y recorrer las vitrinas fascinada por las luces de las tiendas y los maniquíes con vestidos de moda.

Luego del Capri y otros cabarets como Las Vegas y el Tropicana, vino su debut televisivo en Jueves de Partagás, un programa de variedades en el que cantó con Benny Moré y Celia Cruz. Sentenciosa como en todo, afirmó que estaba tan feliz que después de esa noche, ya podía morirse.

.Ya Freddy era una estrella, aunque nunca fue famosa. Su voz quedó para siempre en un disco de larga duración el único, grabado en 1960 en la placa de acetato número 552 del sello Discos Puchito, el mismo que ya había grabado a Celia Cruz, Mercedita Valdez, Celeste Mendoza, Bertha Dupuy y Olga Guillot. Fueron doce temas recopilados en el disco: Noche y día, Freddy con la orquesta de Humberto Suárez con arreglos demasiado predecibles, lo que no deja de ser paradójico, sabiendo que a ella le gustaba cantar a capella, sin acompañamientos. Sobre esto, César Miguel Rondón, autor de El libro de la salsa, opina: “El timbre de Freddy no se parecía a nada, era un sonido fuera de serie, un fenómeno, literalmente hablando. Tratar de hacerle un arreglo a aquella voz de trueno, que no era de hombre ni de mujer, era como intentar meter un camión dentro de un pitillo. Esa grabación requería a lo sumo, unas maracas y un bongó. Esa voz reinventó Noche de ronda. No era una voz para el melómano convencional”.

. Hay quienes aseguran que el director de las películas Calle 54, La niña de tus ojos y Belle epoque, el premiado cineasta español Fernando Trueba, contempló la idea de hacer una película sobre Freddy que sería protagonizada por la contralto venezolana Neiffe Peña. No suena descabellado considerando los evidentes gustos musicales del cineasta y su interés por la música cubana. Prueba de esto es que su última película, El milagro de Candeal, fuera protagonizada por el gran pianista cubano Bebo Valdés y que su película Calle 54, un gran éxito tanto de crítica como de reconocimientos internacionales, viera premiada su banda sonora como mejor álbum de jazz latino. Se sabe a raíz de estos comentarios que Neiffe Peña, ahora radicada en México, estuvo en Cuba investigando exhaustivamente sobre la vida de Freddy e incluso logró entrar en contacto con Grisel, única hija de Freddy de quien hasta ahora sólo existían presunciones.

Gracias a la recomendación y perspicacia de Mario Vargas Llosa y de Javier Marías, según el mismo Cabrera Infante escribiera en el prólogo, Ella cantaba boleros fue editada como un libro en sí mismo en 1996. A raíz de su publicación en España se reeditaron, en otro disco, los únicos doce temas que Freddy grabó, no más, sólo doce. Gracias a ese disco, que hoy todavía es una rareza para conocedores, se comienza a reconocer su importancia musical. Valdría la pena el experimento de limpiarlo de los arreglos cocteleros de Humberto Suárez, que hacen que la banda de jazz compita con esa voz que no tenía igual, para dejar a Freddy tan desnuda y despojada como ella era.

Acerca de su interpretación de la canción Freddy, especialmente escrita para ella por Ela O´Farrill la misma Freddy declaró para la Revista Élite en su visita a Venezuela en 1960: “Siempre que la canto en público no paro de llorar. Mi público dice que soy dramática en escena. Yo no entiendo esto. Lloro porque me emociono y porque siento temor. El disco mío tiene una fotografía en la que estoy llorando. Es un mal sin remedio”. La canción, casi una autobiografía, dice: “No era nada ni nadie/ y ahora dicen que soy una estrella/, que me convertí en una de ellas/ para brillar en la eterna noche”.

. Luego de estallar la revolución cubana en 1959, uno de los acontecimientos más controversiales del siglo pasado en América Latina, comenzaron a recoger las rockolas de todos los bares que Freddy frecuentaba: las montaron en camiones con la excusa de un operativo y se las llevaron. Primero una, después otra, después otra. Las dos caras de La Habana de los sesenta comenzaron a enfrentarse de madrugada, cuando a la misma hora en que unos salían del cabaret, otros ya iban en camino a cortar caña de azúcar. El gobierno revolucionario ya había expropiado las empresas norteamericanas radicadas en Cuba y todas las grandes compañías cubanas hacia octubre de 1960. También había confiscado o clausurado todos los medios de difusión para esa fecha. Empezó el racionamiento, y como ya no había posibilidad de adquirir cosméticos importados, las mujeres comenzaron a delinearse los ojos con témpera y las oficinistas a dibujarse una raya negra al dorso de las piernas para simular que llevaban medias de nylon. Los artistas que pudieron se llevaron su música a otra parte y así Cuba se quedó sin la muñequita que canta, Blanca Rosa Gil, sin el bárbaro del ritmo, Benny Moré y sin la reina del guaguancó, Celeste Mendoza, entre una lista interminable de cantantes, compositores y otros músicos que todavía siguen regados alrededor del mundo, cantándole a su país.

Fue entonces cuando Freddy se fue de gira a México, Colombia y Venezuela con la compañía de variedades de Roderico Neyra, un mulato enfermo de lepra que llevaba guantes blancos para disimular su deformidad. Rodney, como le decían, era de una homosexualidad afectada y cáustica y se hizo tremendamente famoso por su tino como descubridor de estrellas, pero, aun más, como coreógrafo del Tropicana. Muchas estrellas de la música cubana de esa época, incluyendo a Celia Cruz, no dudaban en agradecerle parte de su éxito.

Del paso de Freddy por Venezuela quedan pocos recuerdos. Se presentó en el Pasapoga, cabaret de moda en los años cincuenta y sesenta, ubicado en la avenida Urdaneta. Cantó en Venevisión y se sabe que todavía en el diario Últimas Noticias existe un extraordinario archivo fotográfico prácticamente inédito. En una de esas fotos, aparece una Freddy grandiosa y feliz con un lazo en la cabeza, abrazando a una muñeca. Algunas de las publicaciones de la época reseñan el fenómeno de su visita, como lo demuestra la Revista Élite: “Desde hace unas semanas Freddy estremece a los venezolanos con su estilo limpio, original, purísimo. En las pantallas de los televisores –donde cabe a duras penas– Freddy suele asomarse para cantar una `noche de ronda’ como los ángeles… Por la noche, la pista del night club donde trabaja se llena con su cuerpo y el night club todo se llena de su voz redonda y sonora que no se parece a ninguna. Freddy es aplaudida una vez. Y otra. Y otra más. Entonces, nadie ve el tronco de mujerota: todos ven su voz, su pureza, la ternura de sus expresiones…”

Luego de Venezuela, su gira continuó por Colombia, México y Puerto Rico, donde el último día de julio de 1961, en una fiesta en casa del músico cubano en el exilio Bobby Collazo, compositor de éxitos como Tenía que ser así y La última noche que pasé contigo, bebiendo, riendo, cantando entre amigos y conociendo la fama a los veintiséis años, Freddy sufrió un infarto, el segundo. Y allí murió.

Y desde entonces, muchas conjeturas se han tejido en torno a la Freddy: por su volumen, por su timbre profundo y su vida áspera, casi hasta el final. Muchas presunciones sobre si realmente hubiera llegado a ser famosa de no haberse ido tan temprano.

Todavía hay quien se pregunta de qué tamaño fue o pudo haber sido. Pues del único tamaño que realmente importa: del tamaño de su voz.

Publicado por la revista Marcapasos.


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