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Villa Alegre.

Villa Alegre era un show que transmitía la TV venezolana en una época en la que teníamos que “conformarmos” con los 4 ó 5 canales de señal abierta disponibles. Villa Alegre era una especie de pueblo donde los mayores le hablaban a los niños en inglés, éstos les respondían en español y viceversa. Recuerdo que su formato era bastante más divertido que la mayoría de los programas educativos que hacían de baby sitter en las tardes lluviosas mientras las madres terminaban la cena. Y, aunque no puedo decir si me enseñó o no inglés, puedo asegurar que si las casas en EE.UU. tuvieran nombre, la mía se llamaría Villa Alegre.
En mi natural terquedad, nunca he entendido porqué madres que dominan perfectamente el español insisten en comunicarse con sus hijos, una vez mudadas a un país angloparlante, en un idioma que definitivamente las pone en desventaja.
Primero está el problema del “acento nativo”. No importa cuántos cursos en gramática inglesa tengas: si no aprendiste a pronunciar la “z” en inglés antes de los 4 años, serán necesarias al menos dos reencarnaciones para lograrlo (en mi caso, tres). Si sé que nunca podría llamar por teléfono a un niño llamado “Zachary” ni me entienden cuando dicto “Grizzly Peak Boulevard”, ¿Por qué debo insistir en hablarle a mis hijos como una copia devaluada de Sofía Vergara? (inserte tono envidioso aquí).
Además de evitarme humillaciones innecesarias (“mami, es “zzzziiibra, no ziiiiibra”),  el hablarle en español a mis hijos les da una ventaja sobre sus compañeros, muchos de ellos 100% monolingües, al entrenarlos a pensar en dos idiomas como nativos y, a medida que se hacen más grandes, a distinguir cuántas de las diferencias culturales se ven reflejadas en las sutilezas del lenguaje ; ¿Cómo entender la diferencia entre “ser” y “estar” con un solo verbo “to be”?
No puedo evitar reírme al oír a mis compañeras idiomáticas regañar a sus hijos en lo que yo llamo “español en inglés” delante de un público completamente hispanoparlante. ¿Que los niños se confunden si oyen dos idiomas? La cantidad de inmigrantes que dominan a la perfección más de una lengua demuestra lo contrario.
Yo insisto en transformar mi imposibilidad de adquirir un acento nativo en una oportunidad para que mis hijos (y algunos de sus pobres amiguitos) escuchen el español que me ayuda a escribir lo que quiero y al que defiendo ante los criminales de ortografía de todas las maneras posibles. Ellos, acostumbrados a expresarse socialmente en inglés, me oyen responderles en español e imagino que, en su mente, me ponen los subtítulos en inglés. Claro, ellos no habían nacido cuando pasaban Villa Alegre.

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Orden e importancia.

Si hiciera una lista de las cosas que son completamente diferentes para mí desde que me mudé de Caracas a Berkeley, necesitaría pedirle espacio a los servidores de Wikipedia. Diferentes no significa mejores ni peores, sólo eso: distintas.
En general, cuando uno viene de un país como Venezuela, donde el caos no sólo es aceptado sino que muchas veces celebrado, el choque cultural que representa el orden norteamericano es fuerte: si una cita es a las 9 no es a las 9:05 ni a las 9:30, es a las 9:00; el “como a las 9”, aunque puede traducirse como “9 ish”, no existe como concepto. ¿Será que el tiempo tiene más valor para ellos que para nosotros, o que preferimos trasladar el stress de las citas puntuales a otros asuntos?
Por otro lado, ese respeto ciego al orden los hace muy vulnerables a nuestros “manejos de objeciones”: ante un “lo lamento, no hay citas hasta marzo de 2013” respondemos “¿seguro? ¿puede buscar en la agenda a ver si hay un huequito? Sí, espero mientras revisa” y, casi siempre, nuestro apremio de última hora resulta vencedor.
Ese orden férreo se traslada a todos los aspectos de la vida en Berkeley. Yo, acostumbrada a la eterna incertidumbre, me sobresalto ante la falta de sorpresas. Pero dicen que uno se acostumbra a todo y yo estoy entrenando para eso.
Mi último examen de equivalencia entre Ccs/Bk lo presenté este fin de semana: mi hijo mayor fue invitado al cumpleaños de uno de sus compañeros de clase. Familia berkeliana al 100%, padres encantadores, educadísimos, correctísimos y todos esos ísimos. Hijos maravillosos, inteligentes, educados, leídos (sí, leídos), probablemente no ven televisión y estoy segura de que se saben la Ley de Gravitación Universal con fórmula y todo.
Por supuesto, la celebración tenía una agenda: comenzó con un almuerzo donde todos los niños se sentaron, comieron y esperaron pacientemente, sin levantarse, hasta que cantaron cumpleaños. ¿Cómo hicieron para que mi Santiago, que no aguanta ni 2 minutos sin revolverse, soportara 40 minutos en la mesa? (Inserte cara envidiosa aquí). Además, los estoicos niños esperaron, sin pararse de sus sillas, hasta que les sirvieron su correspondiente pedazo de torta con helado. Debo reconocer que el pastel merecía la pena, pero cuando intenté hacer lo mismo en mi casa con un pedazo que me regalaron, no funcionó: me pregunto qué estoy haciendo mal.
Para mí, que no existe algo como “estás comiendo demasiada azúcar” la restricción de un solo pedazo de torta por niño me parece incomprensible, pero cuando ves las cifras de obesidad infantil a nivel mundial tiendes a darles la razón. Mis hijos, que no aceptan un “no” por respuesta (¿a quién habrán salido?), ya interiorizaron el “no seconds” y son felices así. Dios los libre de una piñata venezolana con torta, quesillo, profiteroles, gelatina, tequeños y mucha frescolita y uvita.
Al finalizar el almuerzo, la agenda indicaba que se llevaría a cabo un juego. Yo, madre salvaje de hijos en estado de domesticación, esperaba una competencia de velocidad, destreza o una rifa con adivinanzas. Imaginen mi cara cuando vi al padre del cumpleañero entregar sendas hojas a los equipos donde tenían que descifrar una clave numérica para encontrar un tesoro. Agradeciendo infinitamente a Pérez Reverte, heroicamente me ofrecí a ayudar al equipo de mi hijo (no fueran a darse cuenta los demás papás que Santiago juega Mario Galaxy) y descubrí que los niños necesitan poca ayuda cuando hay un premio de por medio, sin importar qué difícil le parezca a los padres el reto que enfrentan.
Todo lo anterior se llevaba a cabo en un respetuoso tono de voz: Milagro! En mi casa no se habla en volumen moderado ni que se muera alguien: ¿Cómo hace esa familia para controlar el nivel de ruido de 12 niños de 7 años y sus padres? Debe ser el azúcar.
Al finalizar el evento, mi hijo seguía convertido en el perfecto niño berkeliano y yo en la mamá atónita recordando a las Esposas de Stepford, entre asustada y esperanzada.
No sé si para mi tristeza o felicidad, el efecto domesticador de la fiesta no duró mucho. El “Berkeley Santiago” se convirtió en “Mi Santiago” al cruzar la puerta de mi casa, con su volumen regular de voz y sus exigencias y yo, acostumbrada a pensar entre ruido concluí que en un país tan tecnificado como éste, es lógico que la gente vuelva a lo básico y redescubra el placer de descifrar códigos numéricos, crucigramas, etc. Al volver de la fiesta, busqué mis libros de criptogramas y recordé, orgullosamente, lo bien que se siente descifrarlos.
El proceso de “des tecnologización” es difícil para los niños. Pasar de un mundo donde todo sucede inmediatamente a otro que exige artesanía puede parecer un retroceso para ellos, pero la paciencia se cultiva y, si yo estoy aprendiendo a vivir en un mundo nuevo ellos podrán hasta construir el suyo.
Sí, ya me di cuenta: me desvié del tema.
Para concluir esta reflexión, después de tres años aquí sigo aprendiendo que el orden hace falta, las diferencias son buenas, que para los niños es tan fácil aprender como desaprender y que las ciudades perfectas dependen de la gente que las habita.
Eso sí, mis piñatas seguirán teniendo muchos dulces.

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